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viernes, 8 de mayo de 2015

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Cuando menos lo esperas, llega una historia.

Fijaos en lo caprichosas que son las musas. Esta mañana me he levantado como siempre a las 7. Nada más poner el pie en el suelo ha comenzado a martillearme una idea sobre una historia. Una idea simple, porque yo soy muy simple. Y como dice mi amigo Miguel Velasco Rebollo, me ha poseído de tal forma que no he tenido más remedio que, mientras desayunaba, tomar notas en mi cuaderno.


Y mientras iba de camino al trabajo, en la hora escasa que dura el viaje, le he dado forma. La historia es corta y simple, pero quería salir. Ocurre como con los partos, cuando comienza a empujar ya no hay quien lo mantenga dentro.
La comparto...


GIGANTES

No recuerdo cómo llegué hasta aquí. Ni cuándo. Incluso puede que naciera en esta habitación, no lo sé. Sólo sé que siempre he estado en este lugar, desde que me acuerdo al menos. Aunque mi memoria no es muy fiable que se diga. Más bien escasa. Por lo visto me viene de familia, según dicen. Después de todo, pensándolo bien, es bueno que me falle la memoria de vez en cuando y olvide las cosas. De otra forma no creo que fuese soportable mi situación.


Digamos que se me podría considerar una especia de prisionero, aunque yo no me siento como tal. Es verdad que mis movimientos están limitados por estas cuatro paredes y que casi nunca salgo de aquí (las pocas veces que lo hago es por un periodo corto de tiempo y siempre bajo supervisión). O sea, que no gozo de total libertad de movimientos fuera de este habitáculo. Pero suelo estar limpio, me alimento todos los días y, en general, mi vida aquí es plácida y tranquila. No suelen molestarme. A veces, incluso, he tenido compañía. Pero esto no ha ocurrido siempre. Todo eso depende de la voluntad de ellos: los gigantes.


Los gigantes son seres extraños, muy diferentes a mí y a los de mi familia. Ellos son los que me mantienen aquí, aunque como ya digo no suelen molestarme. Me mantienen encerrado y punto. Como digo son seres muy extraños y su comportamiento es raro. A veces gritan demasiado, sobre todo algunos de ellos algo más pequeños de talla pero que están continuamente en movimiento, saltando y gritando. Estos gigantes son seres de costumbres. Hay veces que desaparecen durante largo rato sin dar señales de vida y otras veces aparecen de pronto varios de ellos o alguno en solitario. Les gusta sentarse a leer largo rato, o mirar la tele absortos mientras otros como ellos gritan o se pelean entre sí. Y comer. Comen muchísimo y mucha cantidad. Sin embargo a mí, aunque me dan de comer a diario, me sirven poca cantidad de comida. Pero he de reconocer que no necesito mucha más para sobrevivir.


Lo que peor llevo de mi estancia aquí, llamadlo cautiverio si queréis, es la limpieza. Es un momento muy estresante para mí. Lo paso mal. Se agradece, es verdad, cuando el gigante mayor, que es normalmente el encargado de limpiar mi habitáculo, termina de hacerlo y me deja tranquilo y limpio. Pero mientras lleva a cabo la tarea me suelo agobiar bastante. Como si me faltara el aire. Creo que me he acostumbrado tanto a estar encerrado en este lugar y en este medio que me resulta un martirio cuando me sacan de la celda para limpiarla. Me ahogo fuera de ella. Por suerte no me limpian la habitación todos los días, aunque a veces lo preferiría porque no tengo un lugar concreto para hacer mis necesidades y, en ocasiones, el encargado de la limpieza tarda un poco en venir a limpiar y se me acumulan los excrementos. Cuando esto ocurre pienso que es un castigo que me dan por haber hecho algo que a ellos los haya molestado, pero no consigo saber qué es y me desconcierta un poco. No ocurre demasiadas veces, la verdad, pero cuando pasa es desagradable.


En cuanto al descanso dependo también de ellos. No es que esté muy cansado, porque no hago nada durante el día. Sólo me dedico a moverme por la celda de un lado a otro y pasar el tiempo. Pero sí necesito dormir, como todos. Duermo poco, la verdad, pero no puedo elegir los momentos en los que hacerlo. Tengo que amoldarme a su ritmo. Hay días que no se escucha nada y está todo oscuro la mayor parte del tiempo y días que hay muchísimo jaleo y la luz está continuamente encendida. Es especialmente insoportable cuando vienen otros gigantes de visita y comen y beben sin parar, armando jaleo, riendo, cantando. Pero ya digo que eso no ocurre mucho. Antes pasaba más veces que ahora.


He dicho que los gigantes comen mucho. Lo que no he comentado es que en su dieta también estoy incluido yo. Bueno, concretamente yo no sé. Pero sí les he visto comerse a algunos como yo. Los traen de otro sitio, porque conmigo no están. Al menos en mi celda. No sé si habrá otras celdas por la casa que yo no pueda ver. Creo que me he librado todavía de ser comido porque soy pequeñito y tengo poca carne, y los que he visto comerse eran grandotes. De cualquier forma sufro cada vez que los veo hacerlo. No se esconden. Lo hacen delante de mí, con toda naturalidad y sin inmutarse. Aunque bien es cierto que parece que no lo hacen así para asustarme ni para hacerme pasar un mal rato. Lo hacen, he llegado a la conclusión, porque les gusta hacerlo; les gusta nuestra carne. Algunas veces, cuando he estado muy decaído, he dejado de comer la comida que me ponen por miedo a engordar y crecer y que terminen comiéndome a mí también. Pero no he logrado aguantar más de un día sin probar bocado. Soy pequeñito y necesito comer continuamente. Además, como me aburro tanto sólo me queda comer. Así que, al final, me como todo lo que me ponen.


En definitiva soy consciente de que ellos, los gigantes, dominan mi existencia. Ellos deciden cuándo duermo, cuándo como, cuándo estoy limpio, incluso cuándo muero. Dependo absolutamente de ellos, aunque lo que más me desconcierta es que parece que no quieren hacerme daño. Es todo muy raro. En realidad no me importa mucho, soy feliz así, no necesito más. Será que sólo he conocido esta forma de vivir. Y, además, estar así me permite saberlo todo de ellos. No se esconden de mí para hacer nada. Es curioso, porque sí he notado que algunas veces se esconden entre sí, como si no quisieran que los demás gigantes los vieran hacer según qué cosas. Pero, sin embargo, no les importa que yo los vea. Ya digo que son de comportamiento extraño. Quizá confíen en mí. O quizá saben que, como dependo de ellos para todo, mi silencio es fácil de comprar. De todas formas no creo que a ninguno se le ocurra pensar que yo puedo saber tanto de sus vidas y sus costumbres. Nunca se han dirigido a mí para nada. Me dan de comer, limpian mi espacio y punto. Incluso, a veces, pienso por qué me tienen aquí, encerrado, si no les sirvo para nada. ¡Qué extraños son estos gigantes!


Últimamente aparece de vez en cuando un nuevo gigante que no conozco. Jamás lo había visto. Es joven y fuerte. Y muy cariñoso. Lo digo porque cada vez que lo veo está besando a otro de los gigantes. Alguna vez hasta se ha paseado sin ropa por la casa o envuelta la cintura en una toalla de baño. Al principio me resultó enigmático que siempre apareciera con el mismo acompañante, solos siempre los dos, y nunca en compañía de los otros que poblaban el lugar. Pero como son seres de comportamiento tan extraño he dejado de darle importancia. Lo que sí he notado es que cada vez aparece más a menudo el nuevo gigante joven y fuerte. Y que siempre es igual de cariñoso.


La verdad es que no sé por qué cuento todo esto sobre ellos. Quizá sea porque me aburro en esta celda húmeda y solitaria y me da por cotillearlos. Lo único que me entretiene es observarlos moviéndose de un lado a otro, haciendo sus vidas. Aunque, cuanto más los observo, menos entiendo el por qué estoy aquí retenido. Quizá se pregunte el lector cómo es posible que , estando yo encerrado, pueda observar a mis carceleros haciendo tantas cosas como he relatado. Pues bien, la respuesta es sencilla. La habitación en la que me tienen encerrado tiene las paredes de cristal, irrompible eso sí (al menos para mí, que lo he intentado), lo que me permite ver todo lo que ocurre a mi alrededor.
Es otra de las rarezas de estos gigantes tan extraños. Parece que les gusta mirarme de vez en cuando y que no les importa que yo los vea a ellos. He llegado a pensar que no me tienen encerrado en una habitación normal, con paredes normales, para no tener que abrir la puerta cada vez que les apetece observarme. Como si pensaran que con la puerta abierta podría escaparme. De ahí lo de las paredes de cristal. El caso es que yo se lo agradezco, porque así me distraigo observándolos a ellos, sus movimientos, y el tiempo se me pasa más rápido. Todo lo rápido que puede pasar encerrado en una celda.


Me divierten sus excentricidades. Hacen cosas rarísimas. A veces, sin motivo aparente, discuten acaloradamente entre ellos sentados frente al televisor en el que varias decenas de gigantes se mueven de un lado a otro corriendo. Otras veces hacen cosas desnudos, normalmente por parejas, mezclándose unos con otros como si estuvieran peleando pero de una manera suave, sin hacerse daño, incluso haciendo ruidos. Alguna vez sólo he oído los ruidos porque han estado lejos de mi campo de visión. A veces hay muchos de ellos juntos comiendo, o hablando. Otras veces hay menos. Entran y salen. Ya les digo, aunque son los únicos seres vivos que he visto en mi vida, que no dejan de sorprenderme cada día con su comportamiento. Me sirven de entretenimiento.


Por cierto, se acerca uno de ellos. Parece el mayor de todos. Se dirige hacia aquí. No sé qué querrá. Esperen un momento...


... Bueno, pues me han traído comida. ¿Qué estaba yo diciendo? Ah, sí, que no recuerdo cómo llegué hasta aquí. Ni cuándo. Incluso puede que naciera en esta habitación, no lo sé. Sólo sé que siempre he estado en este lugar, desde que me acuerdo al menos. Aunque mi memoria no es muy fiable que se diga. Más bien escasa. Por lo visto me viene de familia, según dicen. Es lo que tiene ser un pez y no un gigante de esos tan extraños con los que vivo.
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martes, 28 de abril de 2015

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Un nuevo poema

Comparto aquí un nuevo poema que he escrito...



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MI HERENCIA

Porque no sabemos el día,
porque no sabemos la hora.
Esa es la única verdad que sabemos.
Por eso dejo en herencia,
ahora que puedo y quiero,
ahora que no me ahoga el tiempo ni la prisa,
ahora que no vislumbro aún el brillo del acero mortal y terrorífico en el horizonte,
ahora que todavía no he sentido el hálito helado y paralizante
de la misteriosa dama encapuchada,
ahora, dejo en herencia mi vida.

Lego mi humanidad, mi sencillez, mi alegría.
Dejo en este mundo, para siempre, para todos,
la sonrisa que provoqué en mis amigos,
las carcajadas de mis hijos cuando juego con ellos,
los besos refrescantes de ella (frasco pequeño pero interior intenso y apasionante),
los trozos de mi corazón cuando fue roto,
las cicatrices de desamor que lo han marcado,
los nuevos amores que llegaron para ayudar a cicatizarlo,
el regusto dulzón y agradable de los buenos ratos vividos,
la certeza de disfrutar otros y mejores que están por venir,
los abrazos sinceros que he dado
y, sobre todo, los abrazos que he recibido;
las lágrimas que he llorado y, también, las lágrimas que he reído.

Dejo en herencia al mundo, a la tierra, al mar, a las gentes,
dejo la vida que he vivido
y la que viviré.
Dejo la huella que marqué en las personas que me conocen,
en las que me han amado y en las que me aman,
dejo también los sinsabores de las que me odian.
Dejo en herencia mi trabajo, mi contribución a las generaciones futuras,
los alumnos a los que enseñé
y los que quedan por enseñar,
las letras que, preso de la locura transitoria, a veces osé juntar
y las que, irremediablemente, me atreveré a plasmar alguna vez más.

Y nombro a la VIDA mi albacea.
Ella será garante de este legado.
Y sólo le pido que no tenga prisa en leerlo y repartirlo,
que me permita añadir más y mejores renglones
a este testamento que hoy redacto
no porque tenga prisa en marcharme y desaparecer
sino tan sólo porque no sabemos el día,
sólo porque no sabemos la hora.


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viernes, 13 de febrero de 2015

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Ya está recién salido del horno un nuevo relato. Calentito todavía. Si lo dejo enfriar lo más probable es que no llegue a servirlo en la mesa. Así que lo sirvo ya y quien quiera leerlo que lo haga y quien no, que lo deje enfriar. No pasaré a retirarlo. Haced lo que os pida el cuerpo. Que aproveche.


 PARA SIEMPRE

La noche era fresca. La típica noche de mediados de septiembre, en la que el furor del sol se va perdiendo poco a poco dejando paso a ocasos cada vez más tempraneros,  anaranjados y ventosos. Había llovido algo durante la tarde, poco, lo suficiente como para que la tierra desprendiera ese húmedo aroma tan característico  de las gotas de  lluvia al mezclarse con la sequedad acumulada tras el verano. A él le encantaba esa época del año. Le gustaba esa mezcla tan extraña entre la nostalgia propia del fin del verano, lleno de recuerdos y sensaciones, y la vuelta a la normalidad una vez pasadas las vacaciones. Y el ambiente húmedo, refrescante, que quedaba tras esas primeras lluvias anunciadoras del otoño que estaba a punto de llegar. Ella, sin embargo, necesitaba la luz y la libertad que le proporcionaba el verano con sus largas tardes y su tiempo de ocio. Y odiaba las rutinas, las vueltas a la normalidad, el horario encorsetado de las obligaciones laborales. También odiaba las despedidas.

    Ambos estaban tumbados boca arriba, uno junto al otro, en silencio. Pensando en lo que se les venía encima. Ninguno de los dos hablaba. El brazo de él rodeaba por detrás  la cabeza de ella y su mano descansaba en su hombro. De vez en cuando ella buscaba sus labios, se incorporaba un poco y los besaba lenta y apasionadamente, y se dejaba caer de nuevo como un saco de harina a su posición tendida boca arriba, sobre la arena de la playa, mirando al cielo estrellado. Él correspondía a sus besos acariciándole el pelo con suavidad, recorriendo el contorno de su cara de manera pausada con el dorso de su mano, deteniéndose en todas y cada una de sus hermosas facciones y terminando con su dedo índice dibujando la comisura de sus labios rosados y carnosos. Y la miraba de reojo. Y sonreía, pero de manera lánguida. Triste. Los dos sabían que era su última noche juntos.

    En la oscuridad, bajo la luz blanquecina que proyectaba la luna llena, caían por las mejillas de ella silenciosas pero constantes gotas, cual glaciar alpino, que brotaban de sus ojos enrojecidos mientras él suspiraba y apretaba los puños, esforzándose por no llorar junto a ella. Y sólo se oyó una frase, sólo una, que resonó en el silencio mezclándose con el murmullo de las olas del mar que iban y venían en la oscuridad y que ella grabó a fuego en su corazón:
- Algún día estaremos juntos para siempre, cueste lo que cueste.
Amaneció una mañana hermosa, de esas llenas de luz y frescor. El cielo azul y despejado parecía anunciar que iba a ser un gran día.  Su casa era un trasiego de gente de un lado para otro. Paradójicamente, el más tranquilo parecía él. Los demás, entre los que se contaban sus padres, hermanos, amigos y un nutrido grupo de familiares parecían autómatas de un lado para otro, sin parar.  Se preguntaba a sí mismo si hacía falta tanto jaleo para una boda. Consultó el reloj y decidió que necesitaba salir a tomar el aire. Casi nadie lo vio cuando cerró la puerta a su espalda y salió de casa con un paquete de tabaco en la mano y un lugar concreto al que acudir.

    Paseó por los alrededores tratando de poner en orden sus ideas. Sentía que los engañaba a todos. Sentía que se mentía a sí mismo. Al llegar a la playa y pisar con sus pies descalzos la misma arena en la que habían estado tumbados boca arriba mirando el cielo en la última noche sintió también, con un nudo en la garganta, que le estaba fallando sobre todo a ella. A la única mujer que había amado. A la única mujer que amaba. Pero ese día luminoso y radiante iba a casarse con otra. Encendió un cigarrillo y, resignado, se dijo que era la hora, que había que cumplir.

    Al rato, ya estaba abriendo  la puerta del coche de época que lo trasladó hasta el lugar de la ceremonia y oyendo  el murmullo propio que se genera cuando se junta un grupo de gente que espera. Entrecerró los ojos ante una ráfaga de flashes que no esperaba, se recolocó la corbata, tragó saliva y entró en la iglesia. Muy poco después la novia, ajena a todo lo que pasaba por la cabeza de él, enfilaba radiante por el pasillo central de la iglesia con una sonrisa en los labios y la mirada fija en el final de ese pasillo donde él se encontraba esperándola. Y al sentirse observado se obligó a sonreír  cuando la futura esposa llegó hasta su altura y la tomó de la mano, a la vez que susurraba algo sobre lo hermosa que se le veía.

    Justo cuando los contrayentes se daban el sí quiero entre muestras de afecto y miradas cómplices, en una esquina del fondo de la iglesia ella lloraba amargamente y en silencio. Casi no podía ver con claridad la escena desde dentro del confesionario donde se había escondido, pero no apartaba su vidriosa y acuosa mirada de todo lo  que ocurría varios metros más adelante. Contenía la rabia a duras penas. Quería salir de ese habitáculo enrejado y gritarles a todos los allí presentes que era a ella a quien él amaba, a ella a quien debería estar diciéndole que sí, que quería, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Para siempre. A ella. Y se sentía impotente y frustrada. Desesperada. Tan sólo acertaba, entre ahogados sollozos, a repetir para sí una y otra vez, como si de un mantra se tratara, aquella frase pronunciada esa noche estrellada en la arena de la playa. Algún día estaremos juntos para siempre, cueste lo que cueste. Repetía y repetía.
 Cueste lo que cueste.

    El tiempo y la rutina son grandes aliados.  Y eso es lo que le había ocurrido a él tras aquella noche en la playa. El tiempo había pasado. Se casó con una mujer a la que no amaba. Al principio se sintió culpable porque su esposa era una mujer hermosa, agradable, buena compañera y que lo amaba profundamente. Pero él estaba enamorado de otra y durante una temporada siguió albergando en su corazón la llama que había prendido en aquel verano de hacía ya unos años. Pero el tiempo pasó, y no volvieron a verse. Tuvo una época en la que  incluso fantaseó con la idea de dejarlo todo, correr tras su verdadero amor y empezar una nueva vida los dos juntos lejos de todo y de todos. Pero la falta de contacto (ella había desaparecido por completo, ni una llamada, ni un mensaje) y la vida tranquila y placentera que llevaba junto a su esposa hicieron que él, inconscientemente y llevado por la rutina, fuese dejando caer capas de ceniza sobre la llama que había pendido en ese amor clandestino de hacía ya demasiado tiempo. Ella poco a poco fue convirtiéndose en un recuerdo. Había aprendido a querer a su mujer. No la amaba. Tan sólo había amado una vez, a ella, aquel verano. Pero en él había brotado y enraizado el cariño hacia su esposa. Incluso iban a ser padres en pocos meses. Era lo más parecido a la felicidad que había experimentado nunca. Pero el destino, a veces, es caprichoso y un día ocurrió algo inesperado. No sabía en ese momento el giro que daría su vida.

    Ocurrió durante una escapada de fin de semana a la nieve que hizo con su mujer. Al salir de un restaurante ella resbaló a causa del hielo, con tan mala suerte que se golpeó fuertemente la cabeza con el borde de una mesa. Incluso perdió el conocimiento unos instantes. Él, asustado, la convenció para acudir al hospital, sobre todo pensando en su estado de gestación. Y mientras estaban en la sala de espera su mujer volvió a desvanecerse. Tras la exploración de urgencia el médico determinó que tenía un pequeño traumatismo craneoencefálico, que no parecía importante, pero que la tendrían que dejar en observación 24 horas para ver la evolución. Debido al embarazo y a que no estaban en su ciudad, acordaron darle una habitación y tenerla así más controlada.

    Cuando entró la enfermera en la habitación para preparar a su mujer, a él le dio un vuelco el corazón. ¡Era ella! Tanto tiempo después, de perderle la pista, y ahí estaba. Seguía siendo hermosa a pesar de los años pasados. No sabía cómo reaccionar. Cuando ella lo miró y lo reconoció sintió una punzada en el estómago. No sabía si sentía alegría, odio o cualquier otra cosa. Pero de pronto comenzó a sentir calor en su cara y se le aceleró el pulso. Entonces él, alzando la voz lo suficiente, se excusó con su mujer diciendo que iba a fumar a la terraza y ella, la enfermera, entendió perfectamente el mensaje. A los pocos minutos estaba junto a él en la terraza.
La situación era un tanto extraña. Tanto tiempo sin verse, tantas lágrimas derramadas, tanta pasión y ahora se les notaba tensos e incómodos a los dos. Ninguno de los dos sabía cómo actuar. Ella quería colgarse de su cuello y cubrirlo de besos. Él no sabía lo que quería. Ella le recordó aquella frase de la playa, que para él no era ya más que un lejano recuerdo, y le dijo que esas palabras eran las que la habían mantenido con fuerzas todo este tiempo. Él se excusó, dijo que hacía mucho tiempo de aquello, que iba a tener un hijo, que su vida era otra. Ella intentó besarlo, le dijo que estuvo en su boda, escondida, llorando mucho por él, y que estaban hechos el uno para el otro. Él negó con la cabeza sin decir nada y, besándola en la mejilla, susurró un lo siento que sonó a despedida. Las mismas gotas que cayeron por las mejillas de ella aquella lejana noche en la playa caían ahora  en esa terraza. Pero esta vez no sentía pena. Esta vez ella sentía rabia.

    Esa misma noche mientras la paciente descansaba plácidamente en su cama, una sombra entró en la habitación e inyectó algo en la vía que la mujer mantenía abierta en su brazo en previsión de tener que administrarle alguna medicación. Sigilosamente la figura femenina abandonó la habitación escurriéndose entre las sombras mientras él dormía en la cama contigua, ajeno a todo, y su mujer dejaba de respirar a los pocos minutos. Y con su mujer se iba también la criatura que alojaba en su vientre.
- Ahora estarás libre. Te esperé todo este tiempo. Ahora podremos estar juntos para siempre, como nos prometimos. Murmuraba ella para sí misma mientras caminaba, sonriendo en medio de la madrugada, por el oscuro pasillo del hospital en dirección a la Sala de Enfermeras.


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viernes, 30 de enero de 2015

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De vuelta con un nuevo reto

Tras bastante tiempo apartado de estos lares, vuelvo con un lavado de cara y una nueva misión. A partir de ahora me centraré en la literatura en general y en compartir con quien quiera mis historias. Sí, porque este humilde bloguero escribe. Mal y sin pretensiones, pero escribe.

Hoy, en esta nueva singladura, quiero estrenarme con un poema al que le tengo mucho cariño. Fue casi el primero que escribí, y lo dediqué a mi padre que había fallecido demasiado pronto y con muchas cosas todavía por hacer. Espero que os guste.

Y AHÍ ESTÁS 

mi padre...  

Te seguí, 
quise seguirte al menos. 
¿Es posible rellenar tu hueco, 
podrá esa pared alejarnos, 
el tiempo mitigar el sufrimiento? 
Te seguí hasta aquí. 
Te seguiría siempre. 
Sólo una vez más, 
 una, 
una más..... 
Y ahí estás. Te encontré, al fin, 
tras la pared. 
 Pared revestida, decorada, fina 
 pero barrera, en definitiva. 
Barrera infranqueable entre dos mundos: 
 el tuyo y el mío. 
Pequeño hueco 
pero enorme a la vez.
 Fino telón, de arcilla y mármol, 
que cayó un día, 
¡ese día!
 Para todos los días. 

 Tras la pared, tu pared, 
mundos separados, opuestos. 
Luz contra tinieblas. 
 Gentío, sol, lluvia....¡vida! 
contra soledad y oscuridad. 
Pero vives, aun siendo polvo y humedad, 
en el recuerdo de las tardes de playa 
de las risas, de los llantos....... de la vida. 
Vives tras esa cortina sellada para siempre. No sólo ahí. 
También tras la pared de mi corazón. 
Vives.
 A través de la piel de mi pecho, de sus poros,
 emanando de mi ser en forma de nostálgico recuerdo. 
¡Y ahí estás, ahí estarás! ¡Ahí estaremos! 
Para siempre. 
Y ahí estás tú 
Y aquí estoy yo. 
Y en medio ese muro inexpugnable, 
guardián implacable de tu memoria.
 Y en medio esa pared.
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lunes, 19 de diciembre de 2011

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Homenajeando a Ángel González

Todo/a aquel o aquella que sea visitante asiduo de este humilde blog sabrá que soy un adicto a la poesía y, más aún, un incondicional de Ángel González (ver esta entrada antigua). Así que ahora que me rondaba por la cabeza una idea para realizar un Glogster, en cristiano, un póster virtual no pude por menos que acordarme de mi "viejo amigo" Don Ángel González.

Os dejo más abajo el Glogster. Espero que os guste.

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martes, 13 de diciembre de 2011

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Celebramos el Día contra la Violencia de Género

Aunque un poco tarde, dejo aquí una presentación hecha con fotos de la Conmemoración del Día contra la Violencia de Género que celebramos el pasado día 25 de noviembre en la Biblioteca de nuestro centro, el IES "Virgen del Socorro" de Rociana del Condado (Huelva).

Para esta ocasión los alumnos que quisieron eligieron poemas alusivos a la violencia de género y los recitaron para nosotros en la biblioteca. Desde el Departamento de Orientación hemos colaborado también con la iniciativa, mediante una alumna sorda que signó un Bimodal un poema que habíamos elegido.

Estas son las fotos.......

Contra la violencia de género on PhotoPeach

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Lecturas para las vacaciones

Ahora que se acercan las fiestas navideñas y tendremos todos un merecido descanso, dejo aquí un pequeño vídeo sin más pretensiones que recomendar a los alumnos y alumnas algunas lecturas que me parecen interesantes y amenas para estos días sin clase.

Espero que os gusten algunas. Así que leed.


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