¿TE ANIMAS A LEER? YO RECOMIENDO....

viernes, 13 de febrero de 2015

Ya está recién salido del horno un nuevo relato. Calentito todavía. Si lo dejo enfriar lo más probable es que no llegue a servirlo en la mesa. Así que lo sirvo ya y quien quiera leerlo que lo haga y quien no, que lo deje enfriar. No pasaré a retirarlo. Haced lo que os pida el cuerpo. Que aproveche.


 PARA SIEMPRE

La noche era fresca. La típica noche de mediados de septiembre, en la que el furor del sol se va perdiendo poco a poco dejando paso a ocasos cada vez más tempraneros,  anaranjados y ventosos. Había llovido algo durante la tarde, poco, lo suficiente como para que la tierra desprendiera ese húmedo aroma tan característico  de las gotas de  lluvia al mezclarse con la sequedad acumulada tras el verano. A él le encantaba esa época del año. Le gustaba esa mezcla tan extraña entre la nostalgia propia del fin del verano, lleno de recuerdos y sensaciones, y la vuelta a la normalidad una vez pasadas las vacaciones. Y el ambiente húmedo, refrescante, que quedaba tras esas primeras lluvias anunciadoras del otoño que estaba a punto de llegar. Ella, sin embargo, necesitaba la luz y la libertad que le proporcionaba el verano con sus largas tardes y su tiempo de ocio. Y odiaba las rutinas, las vueltas a la normalidad, el horario encorsetado de las obligaciones laborales. También odiaba las despedidas.

    Ambos estaban tumbados boca arriba, uno junto al otro, en silencio. Pensando en lo que se les venía encima. Ninguno de los dos hablaba. El brazo de él rodeaba por detrás  la cabeza de ella y su mano descansaba en su hombro. De vez en cuando ella buscaba sus labios, se incorporaba un poco y los besaba lenta y apasionadamente, y se dejaba caer de nuevo como un saco de harina a su posición tendida boca arriba, sobre la arena de la playa, mirando al cielo estrellado. Él correspondía a sus besos acariciándole el pelo con suavidad, recorriendo el contorno de su cara de manera pausada con el dorso de su mano, deteniéndose en todas y cada una de sus hermosas facciones y terminando con su dedo índice dibujando la comisura de sus labios rosados y carnosos. Y la miraba de reojo. Y sonreía, pero de manera lánguida. Triste. Los dos sabían que era su última noche juntos.

    En la oscuridad, bajo la luz blanquecina que proyectaba la luna llena, caían por las mejillas de ella silenciosas pero constantes gotas, cual glaciar alpino, que brotaban de sus ojos enrojecidos mientras él suspiraba y apretaba los puños, esforzándose por no llorar junto a ella. Y sólo se oyó una frase, sólo una, que resonó en el silencio mezclándose con el murmullo de las olas del mar que iban y venían en la oscuridad y que ella grabó a fuego en su corazón:
- Algún día estaremos juntos para siempre, cueste lo que cueste.
Amaneció una mañana hermosa, de esas llenas de luz y frescor. El cielo azul y despejado parecía anunciar que iba a ser un gran día.  Su casa era un trasiego de gente de un lado para otro. Paradójicamente, el más tranquilo parecía él. Los demás, entre los que se contaban sus padres, hermanos, amigos y un nutrido grupo de familiares parecían autómatas de un lado para otro, sin parar.  Se preguntaba a sí mismo si hacía falta tanto jaleo para una boda. Consultó el reloj y decidió que necesitaba salir a tomar el aire. Casi nadie lo vio cuando cerró la puerta a su espalda y salió de casa con un paquete de tabaco en la mano y un lugar concreto al que acudir.

    Paseó por los alrededores tratando de poner en orden sus ideas. Sentía que los engañaba a todos. Sentía que se mentía a sí mismo. Al llegar a la playa y pisar con sus pies descalzos la misma arena en la que habían estado tumbados boca arriba mirando el cielo en la última noche sintió también, con un nudo en la garganta, que le estaba fallando sobre todo a ella. A la única mujer que había amado. A la única mujer que amaba. Pero ese día luminoso y radiante iba a casarse con otra. Encendió un cigarrillo y, resignado, se dijo que era la hora, que había que cumplir.

    Al rato, ya estaba abriendo  la puerta del coche de época que lo trasladó hasta el lugar de la ceremonia y oyendo  el murmullo propio que se genera cuando se junta un grupo de gente que espera. Entrecerró los ojos ante una ráfaga de flashes que no esperaba, se recolocó la corbata, tragó saliva y entró en la iglesia. Muy poco después la novia, ajena a todo lo que pasaba por la cabeza de él, enfilaba radiante por el pasillo central de la iglesia con una sonrisa en los labios y la mirada fija en el final de ese pasillo donde él se encontraba esperándola. Y al sentirse observado se obligó a sonreír  cuando la futura esposa llegó hasta su altura y la tomó de la mano, a la vez que susurraba algo sobre lo hermosa que se le veía.

    Justo cuando los contrayentes se daban el sí quiero entre muestras de afecto y miradas cómplices, en una esquina del fondo de la iglesia ella lloraba amargamente y en silencio. Casi no podía ver con claridad la escena desde dentro del confesionario donde se había escondido, pero no apartaba su vidriosa y acuosa mirada de todo lo  que ocurría varios metros más adelante. Contenía la rabia a duras penas. Quería salir de ese habitáculo enrejado y gritarles a todos los allí presentes que era a ella a quien él amaba, a ella a quien debería estar diciéndole que sí, que quería, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Para siempre. A ella. Y se sentía impotente y frustrada. Desesperada. Tan sólo acertaba, entre ahogados sollozos, a repetir para sí una y otra vez, como si de un mantra se tratara, aquella frase pronunciada esa noche estrellada en la arena de la playa. Algún día estaremos juntos para siempre, cueste lo que cueste. Repetía y repetía.
 Cueste lo que cueste.

    El tiempo y la rutina son grandes aliados.  Y eso es lo que le había ocurrido a él tras aquella noche en la playa. El tiempo había pasado. Se casó con una mujer a la que no amaba. Al principio se sintió culpable porque su esposa era una mujer hermosa, agradable, buena compañera y que lo amaba profundamente. Pero él estaba enamorado de otra y durante una temporada siguió albergando en su corazón la llama que había prendido en aquel verano de hacía ya unos años. Pero el tiempo pasó, y no volvieron a verse. Tuvo una época en la que  incluso fantaseó con la idea de dejarlo todo, correr tras su verdadero amor y empezar una nueva vida los dos juntos lejos de todo y de todos. Pero la falta de contacto (ella había desaparecido por completo, ni una llamada, ni un mensaje) y la vida tranquila y placentera que llevaba junto a su esposa hicieron que él, inconscientemente y llevado por la rutina, fuese dejando caer capas de ceniza sobre la llama que había pendido en ese amor clandestino de hacía ya demasiado tiempo. Ella poco a poco fue convirtiéndose en un recuerdo. Había aprendido a querer a su mujer. No la amaba. Tan sólo había amado una vez, a ella, aquel verano. Pero en él había brotado y enraizado el cariño hacia su esposa. Incluso iban a ser padres en pocos meses. Era lo más parecido a la felicidad que había experimentado nunca. Pero el destino, a veces, es caprichoso y un día ocurrió algo inesperado. No sabía en ese momento el giro que daría su vida.

    Ocurrió durante una escapada de fin de semana a la nieve que hizo con su mujer. Al salir de un restaurante ella resbaló a causa del hielo, con tan mala suerte que se golpeó fuertemente la cabeza con el borde de una mesa. Incluso perdió el conocimiento unos instantes. Él, asustado, la convenció para acudir al hospital, sobre todo pensando en su estado de gestación. Y mientras estaban en la sala de espera su mujer volvió a desvanecerse. Tras la exploración de urgencia el médico determinó que tenía un pequeño traumatismo craneoencefálico, que no parecía importante, pero que la tendrían que dejar en observación 24 horas para ver la evolución. Debido al embarazo y a que no estaban en su ciudad, acordaron darle una habitación y tenerla así más controlada.

    Cuando entró la enfermera en la habitación para preparar a su mujer, a él le dio un vuelco el corazón. ¡Era ella! Tanto tiempo después, de perderle la pista, y ahí estaba. Seguía siendo hermosa a pesar de los años pasados. No sabía cómo reaccionar. Cuando ella lo miró y lo reconoció sintió una punzada en el estómago. No sabía si sentía alegría, odio o cualquier otra cosa. Pero de pronto comenzó a sentir calor en su cara y se le aceleró el pulso. Entonces él, alzando la voz lo suficiente, se excusó con su mujer diciendo que iba a fumar a la terraza y ella, la enfermera, entendió perfectamente el mensaje. A los pocos minutos estaba junto a él en la terraza.
La situación era un tanto extraña. Tanto tiempo sin verse, tantas lágrimas derramadas, tanta pasión y ahora se les notaba tensos e incómodos a los dos. Ninguno de los dos sabía cómo actuar. Ella quería colgarse de su cuello y cubrirlo de besos. Él no sabía lo que quería. Ella le recordó aquella frase de la playa, que para él no era ya más que un lejano recuerdo, y le dijo que esas palabras eran las que la habían mantenido con fuerzas todo este tiempo. Él se excusó, dijo que hacía mucho tiempo de aquello, que iba a tener un hijo, que su vida era otra. Ella intentó besarlo, le dijo que estuvo en su boda, escondida, llorando mucho por él, y que estaban hechos el uno para el otro. Él negó con la cabeza sin decir nada y, besándola en la mejilla, susurró un lo siento que sonó a despedida. Las mismas gotas que cayeron por las mejillas de ella aquella lejana noche en la playa caían ahora  en esa terraza. Pero esta vez no sentía pena. Esta vez ella sentía rabia.

    Esa misma noche mientras la paciente descansaba plácidamente en su cama, una sombra entró en la habitación e inyectó algo en la vía que la mujer mantenía abierta en su brazo en previsión de tener que administrarle alguna medicación. Sigilosamente la figura femenina abandonó la habitación escurriéndose entre las sombras mientras él dormía en la cama contigua, ajeno a todo, y su mujer dejaba de respirar a los pocos minutos. Y con su mujer se iba también la criatura que alojaba en su vientre.
- Ahora estarás libre. Te esperé todo este tiempo. Ahora podremos estar juntos para siempre, como nos prometimos. Murmuraba ella para sí misma mientras caminaba, sonriendo en medio de la madrugada, por el oscuro pasillo del hospital en dirección a la Sala de Enfermeras.


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